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libros que salvaría de un incendio

Somos nuestra memoria, somos ese quimérico museo de formas inconstantes, ese montón de espejos rotos

jorge luis borges

LAS PALABRAS DE MI PADRE

Una no se hace escritora de repente, ni de un día para otro. En mi caso, no recuerdo un momento concreto. Sí recuerdo, en cambio, que nunca me sentí ser otra cosa. Si tuviera que rebobinar la cinta y darle al PLAY la imagen se detiene en aquella habitación caoba, con poca luz, llena de libros hasta casi el techo, que yo recuerdo como la primera gran biblioteca de mi vida.

Era la habitación de trabajo de mi padre, donde él era más él que nunca, donde escuché por primera vez el sonido incesante de la pluma contra el papel, luego de la máquina de escribir que bullía como una cafetera al fuego. Allí pasé muchas horas sentada junto a aquel joven escritor que soñaba con construir grandes novelas, y que nunca dejó de intentarlo. Admiré a mi padre porque no se rindió. Con apenas doce años tuvo que dejar los estudios para trabajar y llevar dinero a casa. Había perdido a su padre a la edad de dos años, y aquella orfandad había truncado su destino y lo había redirigido en otra dirección. Pero él no se rindió. Siendo niño entró a trabajar como botones en la Compañía Trasmediterránea, donde muchos años después llegó a ocupar el puesto de Delegado de Canarias. Una carrera forjada a base de esfuerzo, paso a paso, sin deberle nada a nadie más que a su propio trabajo. Pero por el camino, aquel escritor nunca dejó de soñar.

Fue un autodidacta. Estudió por su cuenta todo lo que la vida le negó en un Instituto o en una Universidad: literatura, filosofía, historia, teología…Todo cuanto caía en sus manos no era suficiente para él. Poco a poco fue haciéndose con una gran biblioteca, engrosada en muchos casos por títulos clandestinos o completamente novedosos en las islas, que a veces encargaba directamente a Barcelona o Buenos Aires, y que muy pocos conocían o tenían en aquellos años. Gracias a aquel talento y a aquella formación que no dejó nunca de alimentar, se fue abriendo camino en el pequeño círculo de la intelectualidad isleña, hasta caer en el entorno del Café El Águila y de los escritores del periódico La Tarde, que pronto descubrieron su buen hacer y le dieron su oportunidad como columnista. Desde los 18 años había empezado a publicar sus relatos en la página “Gaceta Cultural de las Artes”, en “Gráficas Canarias” y en “Tagoror Literario”. Pero fue a partir de 1968 cuando comenzó a colaborar asiduamente en la tercera página de “EL DÍA”, el diario local de mayor tirada. Pese a no tener tiempo ni condiciones para escribir, venció siempre todos los obstáculos para no dejar de hacerlo. Incursionó en el ensayo, en el guion cinematográfico, en el cuento, en la novela, y muy especialmente en sus diarios (cerca de 4000 páginas en más de doce años de silenciosa dedicación), que constituyen la pieza clave para la culminación de su obra literaria. Su gran obra, su gran obsesión, fue sin duda Pasado Próximo, un proyecto de vida, una novela total y por ello inacabada, con la que trató de narrar la esencia absoluta del hombre efímero.

Antes de fallecer inesperadamente a la edad de 54 años de un tumor cerebral que le arrebató la vida en el momento de mayor ilusión para él (justo cuando por fin iba a dedicarse plenamente a su vocación, nos dejó la novela Hoy como ayer. Y a mí, personalmente, un último encargo: que nunca, pasara lo que pasara, fueran como fueran las circunstancias, dejara de escribir. Y que lo hiciera con humildad, en silencio, sin pretensiones, sólo por el puro y auténtico placer de vivir la literatura desde dentro. Así lo hizo él. Y así fue como seguí sus pasos en aquella habitación color caoba donde compartíamos mesa desde mi primera infancia. Una no se hace escritora de repente, ni de un día para otro. Se hace si tiene un buen motivo para ello. Andrés Martín, mi padre, fue ese motivo. Hoy me quedan sus palabras, su recuerdo, y su biblioteca.


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